miércoles, 23 de junio de 2010

Reímos como tontos

Atención todos. Una historia del nuevo Martín Torres.

Por Diego O. Orfila

El teatro a todas luces. La gente se acomodaba. Murmullos. Risas. Los acordes desordenados de la orquesta. Sábado a la noche para la clase media porteña. La voz estridente de una mujer joven. “Es liviano, el tiempo se pasa”, dice a los que están con ella. Nuevo trabajo de oficina para ella. Los abrigos a un costado. La luz se hacía más tenue. Silencio. La sala a oscuras.
¿Quién está a mi lado? ¿Mis padres están aquí? ¿Aún estamos en los años ochenta? ¿Aún estamos en democracia?
La sala a oscuras.
La manivela oxidada hacia atrás.
Bajamos la escalera ancha. La mañana se extingue hacia los túneles. Lo vimos de espaldas. Esperaba en el anden del subterráneo. Un hombre viejo. Delgado. Traje laboral. Bastante alto. Calvo en la coronilla, canas al costado de la cabeza. El resplandor en la redonda y oscura abertura. Al fondo de la vía. Llegó el subte.
El viejo caminó hacia la puerta automática. Lo seguimos de cerca entre la gente. Entró. Nosotros tras él. Dentro del vagón, se sienta en la butaca larga. El respaldo da sobre las ventanas de los costados. Bastante gente. Algunos parados. Hay espacio a los costados. Kirczum a la derecha del viejo. Yo a su izquierda. Nosotros las manos en los bolsillos. Nos estrechamos hasta apretarlo con nuestros cuerpos. KIrczum asomó sus ojos grises por entre el Montgomery. El viejo echó el torso hacia adelante. Apoyó las manos en los muslos. Algo duro y recto a la altura de las costillas, bajo el saco. Le hago una seña a Kirczum con el rostro. Él niega con la vista.
-¿Alfaro? ¿Carlos Alfaro? –comencé-.
La temperatura de mi frente descendió por un abismo.
El viejo nada.
-¿Estuvo en la base? ¿No era su especialidad? –insistí- ¿Aún es oficial? –bajé vista-.
El viejo nada.
-Mar del Plata. Necesita que se lo recuerde, Alfaro –Kirczum habló-.
El viejo nada.
El subte llegaba a la estación. Ingresó más gente el vagón. El convoy volvió a la marcha. Entre el suave bamboleo, apretamos aun más al viejo. Las manos de los bolsillos.
El viejo nada.
Los ojos grises de KIrczum. Devolví el gesto. Nos levantamos. Vamos en equilibrio hacia la puerta de salida del vagón. Ya estábamos sobre una nueva estación. Antes de que llegue nos dimos vuelta. Al mismo tiempo. Miramos el rostro. Las cámaras electrónicas. Flash. Una. Dos. Él. Yo. El rostro del viejo. Guardamos las cámaras en los bolsillos. Anteojos cuadrados y de metal. Muchas arrugas alrededor de los ojos. La boca es una raya horizontal casi sin labios. Mejillas y barbilla frágiles.
Nos perdemos entre la gente. Pero antes, su mano dentro del saco. Quizás un pañuelo al bolsillo interior. Quizás algo cuadrado y negro.
Saltamos del vagón. Escaleras arriba. Fuera de la estación. Salimos a la luz de un día. Frío en Buenos Aires. Quedamos respirando hondo al lado de gruesa baranda de boca del subte.
-Estaba calzado –dije-.
KIrczum quedó mirando la nada hacia la avenida Corrientes.
-Vi algo negro y cuadrado –insistití-. El mango, seguro.
-¿Viste?
Sacó un cigarrillo. Se lo puso entre los labios. Sonrió de costado.
-Se ve que te gusta el tamaño, Torres –una mueca de goma en su rostro-.
Kirczum movía la cabeza en una sonrisa que crecía. Era más bajo que yo. Tenía entradas muy pronunciadas en un cabello corto, ondeado, castaño claro.
-Boludo –dije-.
Estallé en una carcajada. Reímos doblados sobre el estómago, con las solapas levantadas de los cuellos. Un mechón me cayó sobre la cara. Reímos como tontos. Saqué una mano del bolsillo de campera con la máquina. Él hizo lo mismo.
Siempre existe el riesgo de que la técnica falle. Comúnmente no sucede. Además, teníamos el dato. No sería una gran nota periodística, pero con esa historia nos ganaríamos el mango.
Miramos los visores de nuestras cámaras digitales. Nos miramos frente a frente. Su cara estaba agria. MI expresión estaría igual. Apagamos los aparatos. Creo que no entendíamos nada.

martes, 15 de junio de 2010

Todos mueren alguna vez

A continuación un adelanto del Martín Torres que algún día, o un día de estos, volverá a las calles.

Por Diego O. Orfila

Luego de sucedidos los hechos y de que estos pasaran primero por algunos medios gráficos y después por la televisión, poco y nada se supo de la esposa despechada. La opinión pública ni siquiera registro correctamente su nombre y ella, anónima, siguió regenteando su local de antigüedades. El esposo, el asesinado Alberto Carmetti, pasó al olvido con igual facilidad. Hombre de 60 años, cara redonda de pronunciadas entradas en el cabello enrulado, sonrisa fácil, piel habitualmente bronceada y buen vestir, tuvo suerte en los negocios y a través de la concesionaria de autos –junto con su infortunado socio Carlos Garrido Marquez- pasó a jugar en las ligas del capital financiero. Sedujo y se dejó conquistar por. Liliana Doreau, empleada administrativa y mujer de confianza de la concesionaria, y sus problemas se amplificaron de forma exponencial. Lo novelesco de su muerte hizo que por un tiempo unos cuantos pensaran en él. Sin embargo, quienes lo lloraron y quienes sólo se le acercaron por curiosidad o conveniencia comprendieron que al final de la vida la gente tiene cuatro opciones: muerte natural, accidente, suicidio u homicidio. Todos mueren alguna vez.
Acerca de Salvador Dinjer, el autor material del asesinato de Carmetti, tampoco hay mucho que decir. Típica fuerza de choque mercenaria de políticos y punteros malvenidos, Dinjer se educó en los combates entre barras bravas. Luego del crimen, mencionó a Garrido Márquez como autor intelectual en sede judicial y desapareció de escena. Cumple su condena. Se comenta que entre las rejas se convirtió en un ferviente religioso. Pero eso ya no le importa a nadie.
Liliana Doreau, la oficinista amante de Carmetti, fue quien mayor simpatía despertó. Las revistas y la televisión repitieron una y otra vez esa fresca fotografía de archivo –levantada de la que originalmente publico Erre- en la que su rostro calzaba unos inmensos anteojos de sol, de peinado de cabello negro y lacio hasta la nuca y una amplia sonrisa abierta entre asombrada y deseosa. Pasado el primer impulso por aparecer en los medios, más producto de su miedo y su belleza que del anhelo de fama, esta chica voluntariamente soltera de 32 años hizo esfuerzos para que el mundo la olvidara. Y en parte lo logró. Necesitaba el anonimato para seguir su carrera de gestora y excelente lobby empresario. Seductora y discreta a la vez, la publicidad a largo plazo no le convenía. Con todo, además del occiso Carmetti, esta historia de encuentros provocados y desencuentros espontáneos, dejó tendido un cadáver más. Y aun está caliente.