jueves, 5 de agosto de 2010

Un disparo es suficiente

Por Diego O. Orfila

Martín Torres tiene algo que decir.
Esta vez, el periodista Torres habla de sí mismo.
A continuación, este es él mismo.
Se recomienda lleer "La clase de tango", de DESTREZA FELINA y otros relatos urbanos.


Llevo el estigma del fracaso. No tengo contrato fijo. No tengo esposa ni hijos. Soy periodista. Como si todo esto fuera poco, una noche de sábado, hace bastante tiempo, un tipo sacó un revolver y me disparó. Erró, por suerte. El tiro no fue suficiente para matarme ni para impedir que lo fotografiara. Pero sí para llenarme de miedo. Que alguien haga esfuerzos y ponga dedicación en matarme, me provoca una sensación que no se la deseo a nadie.
Salvador Dinjer, es el nombre del que disparó –no lo sabía aquella noche-, estaba una mala posición de tiro. Él, abajo, al pie de la escalera ancha que subía a un gran salón de baile. Yo, su blanco, en los primeros peldaños altos de la misma escalera. Yo bajaba hacia él. Un blanco en movimiento. Disparó con un calibre veintidós. Mucha distancia para tan corto alcance. Para acertar en mi cuerpo, Dinjer debería haberse acercado o haber efectuado dos o tres disparos. Pero intentaba escapar. Ya casi estaba en la puerta de salida.
Una vez que Dinjer disparó y erró, yo quedé paralizado. Agachado unos segundos o minutos o siglos que, vueltos en el recuerdo, sucedieron en otra galaxia. Aquella fue una noche larga. Cuando tomé conciencia de que mi asesino ya no estaba allí, me incorporé. En seguida, tuve una amarga charla con Carla Artekian. Eso empeoró aun más mi confusión. Pasamos la noche declarando en la comisaría, sin hablarnos, junto a mucha gente. Y hasta tuve que radicar una denuncia por intento de homicidio. Me fui a casa cargado de transpiración e imaginaciones espantosas que me impedían sentir el cansancio. No dormí.
Durante la semana, escribí la nota respectiva y traté de despegarme del asunto (imposible del todo: hay juicios pendientes). En lo sucesivo, seguí publicando artículos. Pero mi firma comenzó a ralear. Decidí mandarme a guardar. Mi asesino fracasado estuvo libre un tiempo. Después cayó preso. Pero otros cómplices de Dinjer siguieron libres. Y yo, insisto, a que negarlo, tenía miedo.
Me empleé en otras artes. Profesor. Librero. Cosas que se hacer. Cosas que hago cuando se que alguien hice esfuerzos y pone dedicación en eliminarme. Ese alguien sabe que fui periodista. Así pasaron los meses. Otros trabajos. No más periodista.
Sin embargo, más tarde o más temprano, el tiempo impone una distancia (imposible del todo: hay juicios pendientes). Fui a bares. Me encontré con gente. El asunto primero aparecía en las conversaciones como una situación que preocupa. Una especie de recuerdo siempre cercano que trataba de evacuar. Veía a un amigo y le decía:
-Hablando de ese tema, no sabés lo que me pasó a mi. Un tipo, a la salida de un salón, sacó un revolver y me disparó... –y me tomaba la frente con la mano-.
Se lo conté a una chica. Fue una anécdota. A ella le llamó la atención. Pero yo quise salir del tema. La historia se ablandó. Empecé a manejar los tiempos del relato. Hasta que apareció una mujer. Alta. Empalagaba. Yo reía. Dije:
-Fue como un duelo. El tipo sacó un 22. Un arma de corto alcance. Yo, en cambio, tenía una vieja cámara réflex. Pero con un zoom importante. Podía fotografiar un águila en vuelo a mil metros. Él erró. Yo no. Él está preso. Y yo acá. En esta banqueta, con vos -y seguían muchas risas-.
Después de eso, me asaltó la idea. Tenía que volver. Nuevas notas. Nuevos relatos que contar.
Nuevos riesgos que correr. Porque un disparo no alcanzó para impedir la fotografía que tomé. Pero sí para llenarme de miedo.
Ahora acostumbro mirar para atrás. También para el costado.
Porque, está dicho, estoy de vuelta. Pero hay gente por ahí. Y una sensación irreductible. Que está encerrada. Que puede volver. Trato de adelantarme. De predecir. De evitar el siguiente disparo. Puede no matar ni herir. Pero puede ser suficiente.

Martín Torres